Un Rey tenía un hijo único y lo quería como a la luz de sus ojos.
Pero ese Príncipe siempre estaba descontento.
Pasaba días enteros asomado al balcón, mirando a lo lejos.
-¿Pero que te hace falta?- le preguntaba el Rey- ¿Que te pasa?
-No lo sé, padre mío. Ni siquiera yo lo sé.
-¿Estás enamorado? Si quieres a una muchacha, dímelo y la haré tu esposa, sea la hija del Rey más poderoso de la tierra o la campesina más miserable.
-No padre, no estoy enamorado.
¡Y a todo recurría el Rey para distraerlo! Teatros, bailes, música, canto; pero nada serviría, y del rostro del Príncipe desaparecía día a día el color rosa.
El Rey publicó un edicto y de todas las partes del mundo acudió la gente más instruida: filósofos, doctores y profesores. Les mostró al Príncipe y les pidió consejo. Todos se retiraron a meditar y después volvieron junto al Rey.
-Majestad, hemos pensado, hemos leído las estrellas, y he aquí lo que debéis de hacer. Buscad a un hombre que esté contento, pero contento de todo y por todo, y cambiad la camisa de vuestro hijo por la suya.
Ese mismo día, el Rey mandó embajadores por todo el mundo para que buscaran un hombre contento.
Le trajeron un cura.
-¿Estás contento?- le preguntó el Rey.
-¡Yo sí, Majestad!-
-Bien. ¿Te gustaría ser mi obispo?
-¡Oh, claro que sí, Majestad!
-¡Entonces vete! ¡Fuera de aquí! Busco a un hombre feliz y contento de su estado,
no uno que quiera estar mejor de lo que está.
Y el rey se puso a esperar a otro. Había un Rey vecino, le contaron, que vivía de veras feliz y contento:
tenía una mujer hermosa y buena, gran cantidad de hijos, había derrotado a todos sus enemigos en la guerra.
y su país estaba en paz. El Rey, lleno de esperanzas,mandó de inmediato a sus embajadores para que le pidieran la camisa.
El Rey recibió a los embajadores.
-Sí, sí- les dijo-,no me falta nada, pero es una lastima que, cuando se tienen tantas cosas, haya que morir y dejarlo todo.
¡Con este pensamiento, sufro tanto que de noche no duermo!
Y los embajadores juzgaron, con toda razón, que era mejor regresar.
Para desahogarse un poco, el Rey fue de cacería. Le disparó a una liebre y creía haberle acertado, pero la liebre huyó dando brincos. El Rey la persiguió y se alejó de su séquito. En medio del campo, oyó una voz de hombre que cantaba la falulella.
El Rey se detuvo. "¡Quién canta así?", pensó, "tiene que estar contento!" Y siguiendo el sonido de la voz se metió en una viña, y entre las hileras vio a un joven que cantaba mientras podaba las vides.
-Buenos días, Majestad- dijo el joven-. ¿Tan temprano y ya en el campo?
-Bendito seas, ¿quieres que te lleve conmigo a la capital? Serás mi amigo.
-Ay, Majestad, no. Os lo agradezco, pero no me interesa. No me cambiaría ni por el Papa.
-Pero ¿por qué? Tú un joven tan apuesto...
-Que no, os digo. Estoy contento como estoy y basta.
"¡Al fin un hombre feliz!", pensó el Rey.
-Escúchame, joven,debes hacerme un favor.
-Si puedo de todo corazón, Majestad.
-Aguarda un momento.
Y el Rey, que no cabía en sí de la alegría, corrió a buscar a su séquito:
-¡Venid, venid! ¡Mi hijo está curado! ¡Mi hijo está curado!
Y los lleva junto al joven.
-Joven bendito-le dice-, ¡te daré lo que quieras! Pero dame, dame...
-¿Que majestad?
-¡Mi hijo está a punto de morir! Sólo tu puedes salvarlo. ¡Ven aquí, espera!
Y se aferra a él, empieza a desabotonarle la chaqueta. Súbitamente se detiene, se le aflojan los brazos.
El hombre contento no tenía camisa.
Italo Calvino, Fiebe italiane.
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